miércoles, 23 de mayo de 2018

Noche sin fin


"Todo cuento supone una anécdota, pero no toda anécdota es un cuento".

Cuento, ficción y realidad se unen en esta historia, entrega final para la asignatura Escritura de Cuentos Literarios.

Noche sin fin

Las circunstancias bajo las que Roberto perdió la razón son el motivo por el que me encuentro narrando esta historia. Fui testigo, pero también fui culpable. Los sangrientos hechos vivirán por siempre en mi recuerdo como la noche en que la muerte disfrazada sucumbió ante el delirio de un inocente.

Roberto salió de rumba tarde en la noche, como acostumbraba, con Daniel y conmigo. Solo que esta vez la salida tenía un aire distinto, era noche de brujas.

Ese sábado, Roberto se encontró con nosotros en el Parque del Poblado. Era una noche totalmente despejada, hacía frío, pero el tumulto de gente que se atiborraba camino a las discotecas sofocaba el ambiente. Luego de saludarnos, mi amigo se dirigió hacia nosotros con expresión de euforia:

–Parce, ¡esta noche quiero volverme loco!

–Eso dices cada que salimos –le respondí–. Y como sabíamos que dirías eso, vinimos preparados para ayudarte a cumplir ese deseo.

­–¿Cómo así?

–Que esta noche sí te vas a volver loco, loco, –intervino Daniel en tono de broma– es noche de brujas.

Dicho esto, Daniel sacó de su chaqueta negra una bolsa con aguardiente y nos ofreció de a sorbo.

–Y para el mal aliento, de a chicle. –agregó, dándonos una pastilla a cada uno.

Cuando la recibió, Roberto vio que estaba mal envuelta, pensó que estaba así por el viaje en el bolsillo del pantalón de Daniel y, sin darle mucha importancia a esto, la destapó y se la metió a la boca. Luego se puso su máscara de demonio.

–Esta noche, ¡nos volvemos locos! –Gritó emocionado Daniel, poniéndose su máscara de calavera, a lo que le seguí, con una máscara igual.

Se acercaba la medianoche. La música electrónica y los sonidos estridentes de los bajos provenientes de las discotecas de la 10 amenizaban el ambiente. Del parque al lugar de destino solo había un par de cuadras, pero llegar hasta allí nos tomó media hora aproximadamente. Roberto nos dijo que no había comido nada esa noche. Naturalmente, como es de esperarse de alguien que sufre gastritis, el alcohol despierta los dolores intensos en el estómago, y más con este vacío. A medio camino, nos tocó parar en una tienda. Compramos comida para engañar, por un par de horas, al hambre, pero no fue suficiente para Roberto, quien se quejaba más por su malestar estomacal.

–Parce, este dolor me va a matar antes de que lleguemos a la discoteca.

–No, no. Cuando lleguemos se te va a quitar –Le respondió Daniel–. Hay que esperar que haga efecto la pastilla.

– ¿Cuál pastilla? Si lo único que he hecho es comer.

–Por eso, la comida. –replicó Daniel con rapidez.

En parte, Daniel tenía razón. Faltaban quince minutos para la medianoche; habíamos llegado a nuestro destino. La discoteca era un lugar ostentoso con una fachada blanca y decorada para la ocasión. Las guirnaldas de color negro y naranja colgaban por la puerta de entrada y se extendían hasta el interior tétrico del local. La atmósfera gélida, que se levantaba por el aire acondicionado, se mezclaba con las cortinas de niebla de las máquinas de humo, lo que daba un ambiente perfecto para el terror de noche de brujas. Los asistentes vestían sus atuendos de muertos vivientes, de demonios, de esqueletos, las diablitas despertaban más de una tentación. En cuanto entramos a la discoteca, la indisposición de Roberto se desvaneció como las nubes de vapor del recinto.

Allí terminaba momentáneamente su dolor, y comenzaba su pesadilla, nuestra pesadilla.

–Daniel, Felipe, ¿por qué estamos en esta cueva llena de estrellas? –Nos preguntó Roberto en tono lento y atemorizado, sus ojos estaban desorbitados–. Esos gusanos de colores que salen de las paredes me asustan –prosiguió–, ¡no quiero estar aquí!

Miré a Daniel de reojo, con recelo. No fue sino desviar mi atención de Roberto para que este comenzara a correr como loco por la discoteca. Su insistente deseo era ahora una realidad. Deduje en ese momento que la dosis que había ingerido Roberto era más de la que habíamos planeado.

–Se supone que era un cuarto, no un papel completo, ¡gran guevón! –le reclamé furioso a Daniel.

–Parce, no fue mi intención, creo que confundí la mía con la de él. ¿Vos te metiste la tuya? 

–Me preguntó asustado, sacando de su bolsillo la dosis que era para Roberto.

–No, yo la tengo guardada. Agradezca que los dos estamos sanos –Le respondí, y fuimos por Roberto, que había subido hasta el segundo piso de la discoteca.

Las personas nos miraban con disgusto. Pensaban que estábamos llevados por el trago y era un espectáculo de borrachos. Llegamos hasta donde él estaba, había subido hasta la terraza de la discoteca y se encontraba estático ante el mirador que allí había. Nos pusimos fríos.

– ¡Roberto! –Le gritó Daniel, desesperado. Tuvo que llamarlo en tres oportunidades antes de que reaccionara.

Roberto giró lentamente su cabeza, luego se volteó hacia donde nosotros y se quitó su máscara.

–Parce, tengo miedo –Dijo Daniel con voz temblorosa.

–No sos el único –Le respondí señalando con la mirada a los asistentes a la fiesta.

Estaban atónitos e inmovilizados por el comportamiento de Roberto. Nadie se atrevía a hacer algo.

Con un caminar pausado e irregular emprendió la marcha hasta la puerta de la terraza, donde estábamos Daniel y yo. Sin quitarnos su mirada de encima, se fue acercando despaciosamente. El temor me punzaba la espalda en forma de un intenso escalofrío.

Roberto llegó hasta donde Daniel, se detuvo de inmediato. Fue en ese momento que supimos que su dolor había reaparecido, esta vez con más intensidad. Se percibía en la fuerza con la que cerraba sus ojos, en las expresiones impulsivas de su rostro, en sus manos posadas con firmeza sobre su abdomen.

Comenzó a gritar, como lo que había deseado ser desde el momento en que nos encontramos, un par de horas antes.

–¡No me quiero morir!, ¡no me quiero morir! –vociferaba insistentemente.

–No te vas a morir –intentó tranquilizarlo Daniel poniendo las manos sobre sus hombros.

–¡Sí, sí! La muerte ha venido por mí –Y, apartándose de Daniel, señaló a los asistentes. Una multitud de hombres y mujeres disfrazados de esqueletos, de demonios y de parcas envueltas en sus capas misteriosas distorsionaban la realidad de Roberto. Gritaba, lloraba, se quejaba de su dolor, decía que quería a su mamá, que no volvería a salir. Tal fue el desespero en ese momento de su mal viaje que, de improviso, agarró una botella y la lanzó contra la ventana de cristal contigua a la puerta que llevaba a la terraza. La música de fondo dejó de sonar. Cientos de fragmentos cortantes y puntiagudos cayeron al suelo en una colorida sinfonía a la que le siguió el silencio absoluto.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos de calma que parecieron una eternidad fueron interrumpidos por un extraño ruido proveniente de Roberto, quien empezó a resollar con vehemencia. Sus jadeos se convirtieron en alaridos más de alucinación que de dolor. Los bramidos vinieron acompañados luego de un movimiento rápido e insistente en sus piernas. Parecía una bestia iracunda a punto de embestir a su rival, solo que esta vez su objetivo era el montón de vidrios en el suelo, detrás de Daniel. Imaginando un desenlace fatal, me anticipé a los movimientos de Roberto y lo tumbé, con gran esfuerzo, sobre el piso de madera para que no fuera a cometer una locura peor.

–Roberto, reacciona, cálmate, no te va a pasar nada –le dije en tono tranquilizador.

Roberto, con sus ojos cerrados, comenzó a llorar alterado, estaba perdido en su mundo de fantasía.

Algunos de los asistentes se empezaron a reunir alrededor de nosotros. Querían saber si aquel sobrecogedor suceso había llegado a su fin. Roberto alzó la vista al cielo y se tomó su tiempo para asimilar, en medio de reiterados parpadeos, lo que sucedía. Pero, cuando abrió sus ojos por completo, fue como si hubiera contemplado un ejército de criaturas demoniacas que estaban a punto de despellejarlo. El miedo brillaba en sus pupilas dilatadas. Tal fue su horror ante esta mortal escena que empezó a retorcerse violentamente, a lanzar puños al aire, a defenderse de una realidad que solo vivía en su mente trastornada por el efecto del ácido en su organismo. Las personas se alejaron asustadas. En medio de este alboroto, llegó Daniel, muy aturdido, aún con su máscara de calavera puesta y, sin medir las consecuencias del nivel de alucinación de nuestro amigo, se acercó a él. En este punto sucedió lo inesperado.

No supimos cómo, pero al ver a Daniel tan cerca, Roberto alcanzó un afilado trozo de vidrio y con un movimiento certero, para sorpresa de todos, lo clavó con fuerza en el pecho de Daniel, quien cayó al suelo con voz ahogada y comenzó a sangrar de inmediato. Roberto empezó a reír en tono victorioso al observar que había vencido a la muerte. Había perdido la razón, estaba loco de verdad. Las personas gritaban y unas cuantas se fueron encima de él para evitar que cometiera otra locura. Vi a Daniel lamentarse y, con voz jadeante, me decía que lo perdonara, que no se quería morir. Estuve llorando toda la madrugada.

Incluso hoy no he podido asimilar que haya perdido a mis amigos en medio de la alucinación, el horror y la confusión; una noche que, habiendo terminado hace un año, sigue siendo una noche sin fin.

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